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Cómo dueles, Perú

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Eduardo Marisca | 10 Nov 2020

 
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Escribo esto porque no puedo estar donde debería: corriendo por las calles del centro, gritando la indignación detrás de una mascarilla, sin saber si preocuparme más por el gas lacrimógeno o por el COVID-19. Escribo porque no sé qué más hacer en este momento con toda la frustración, con toda la impotencia. Escribo porque solo puedo ver por televisión cómo la prensa le lava la cara y con su tibieza le otorga legitimidad a un golpe de Estado, al quiebre del orden democrático que tanto nos costó conseguir y que, claramente, no pudimos mantener.
Anoche el congreso declaró la vacancia presidencial de Martín Vizcarra. Un congreso cuya principal incógnita era si era el peor o segundo peor de los que hemos conocido recientemente, destituyó a un presidente con niveles de aprobación tan altos que la gente en la calle lo aplaudió cuando más tarde llegó a su casa. Martín Vizcarra no ha sido el mejor presidente que hemos tenido, y en los pocos años que estuvo a cargo del país ha tenido que lidiar con el cierre de un congreso, múltiples intentos de vacancia, y sobre todo con la peor crisis sanitaria y económica que ha vivido nuestro país en los últimos 150 años. Las acusaciones de corrupción en su contra son verosímiles y debían ser investigadas por las entidades correspondientes, y al término de su mandato se mostró dispuesto a someterse a la justicia para lo que fuera pertinente.
Todo eso, sin embargo, no justifica el despropósito que ha perseguido el congreso liderado por Manuel Merino, un congresista electo con poco más de cinco mil votos que en unos minutos asume la presidencia del país de acuerdo con la línea de sucesión establecida. Merino ha rendido la agenda parlamentaria a los peores intereses particulares de la historia reciente de la República, un club de mafias cuyo principal objetivo es desmantelar las pocas reformas que hemos podido construir en veinte años de gobierno democrático, a duras penas y contra todo pronóstico. Lo más probable es que el débil e ilegítimo gobierno de Merino simplemente abra la puerta para el desmontaje de todas esas pequeñas victorias que no estaban haciendo un país mejor, más inclusivo, más próspero. Pero que desarticulaban los privilegios de unos pocos y cuestionaban estructuras de poder y abuso a las que estábamos tan tristemente acostumbrados.
Ahora empiezan a salir de todos los rincones las voces regresistas que celebran que el país regresa al status quo ante, que se alegran de que el país retrocede veinte años — al imperio de la arbitrariedad y la collera que fueron tan familiares al fujimorismo. Los viejos privilegios, que ni siquiera habían terminado de desmontarse, ahora se ven reivindicados. Emerge un coro de voces contento porque por fin el pueblo es puesto en su lugar: allí afuera, en silencio, acatando la voluntad de fuerzas oscuras más allá del escrutinio del público. Todo está bien, hay que mantener la calma. No hay necesidad de tomar las calles. Todo va a estar bien, corean.
Pero nada va a estar bien.
Ninguna de las garantías que hoy esgrimen Merino ni ninguno de los miembros de su séquito de impresentables tienen ninguna legitimidad, ninguna confiabilidad. Así como nos mintieron en el pasado, y como nos están mintiendo ahora, así igualito nos van a seguir mintiendo mientras se farrean el aparato estatal, mientras desmontan la reforma de la educación, mientras desmantelan la reforma política, mientras se reparten el presupuesto nacional. Todo esto ha pasado antes, y todo esto está a punto de suceder de nuevo. Quizás no son veinte años los que retrocedemos, sino cincuenta, cien, o más. Regresamos a las viejas rencillas entre caudillos peleando por cuotas de poder, al sacrificio de cualquier esbozo de institucionalidad ante los placeres más básicos de individuos y facciones que sienten que les corresponde, por alguna razón, el derecho y oportunidad de estar al mando del aparato estatal. Merino es nada más que un pie de página, una adición más en una larga tradición de todo aquellos que como país deberíamos dedicarnos a superar, a dejar detrás. Merino y su séquito de impresentables deberían ser recordados, si tenemos suerte y hacemos bien las cosas, nada más que como un paréntesis excepcional en nuestro camino hacia construir una República más firme, más sólida, más democrática.
Nada va a estar bien, y el contubernio de voces que salen a pedir calma y tranquilidad, que las protestas no son la forma, que no hay que tomar la calle — todas esas son las voces que por acción u omisión, por ignorancia o por malicia, contribuyen a lavarle la cara y otorgarle legitimidad hasta este atropello. Pero por supuesto que hay que tomar la calle, por supuesto que hay que protestar y dejarle claro a la pandilla de los 105 que esto no va a quedar así. Que no tienen carta blanca para hacer lo que quieran, y que el pueblo, en la calle, expresará su voluntad ante la ruptura absoluta del principio de representatividad. El congreso no puede afirmar representar la voluntad popular cuando la voluntad popular, en la calle, con mascarilla y protector facial, contra los golpes de la policía, les dice de manera clara y explícita en todo el país que no los representan. Que Merino no es su presidente, que no avalan el golpe. No pueden esconderse en el argumento de ser representativos cuando los representados salen a gritarles a la cara que no lo son. Por eso es tan importante ver a la gente en la calle, firme y feliz por la unión, reclamando una mejor República. Por eso es tan importante ignorar el reclamo tibio y mediocre de calma.
Nada de calma. La ciudadanía organizada exige la devolución de sus instituciones.
Hay que salir a la calle una, dos, diez, mil veces, con pandemia o sin pandemia, llueve, truene, o relampaguee. Hay que exigir más de nuestras instituciones. Hay que exigir más también de los medios que están jugando un papel vergonzoso en estas horas difíciles, escudándose en un argumento de objetividad para presentar las voces del atropello como si fueran igualmente legítimas. No han aprendido nada. Su tibieza disfrazada de neutralidad es igualmente cómplice en el desmontaje de nuestras instituciones.
Escribo desde la frustración, la indignación, y la impotencia, porque no puedo estar donde debería estar, entre la Plaza San Martín y la Avenida Abancay, entre los jirones ancianos del centro de Lima que tantas veces nos han visto marchando y gritando porque queremos y creemos que las cosas pueden ser mejores. Veo por la pantalla de televisión como la policía que ahora responde a los intereses de un usurpador empuja las columnas de ciudadanos que a pesar de todo tienen la valentía de salir a soñar. De salir a exigir, de salir a confiar en un mejor futuro. Y solo quiero estar con ellos, solo quiero ser como ellos, porque mientras detrás de las rejas de la Plaza Bolívar y dentro del congreso se reúnen los peores y más bajos instintos e intereses de nuestra vida política, en la calle está la esperanza. De que podemos ser mejores, de que no nos dejamos pisotear, de que estamos dispuestos a movilizarnos y activarnos porque creemos en una mejor República. “Perú, te quiero, por eso te defiendo”, gritan como una sola voz. Detrás de las rejas de Plaza Bolívar, espero que tengan un poco de miedo. Que se den cuenta del atropello que han cometido, aunque sea un poquito, y tengan un poco de miedo. Miedo de la ciudadanía organizada, que es legítima en sí misma. Miedo porque han despertado un monstruo, así como despertó en Chile hace un año, así como nosotros también podemos despertar.
Quisiera estar con ellos, espero ser como ellos. Espero estar a la altura de esas voces que gritan y cantan aunque los bañen en gas lacrimógeno, aunque los bañen con cañones de agua. Espero ser como ellos porque son los mejores de entre nosotros, porque ante algo como lo que estamos viviendo lo que nos toca a todos es estar en la calle, es tomar postura, es hacer que se escuchen nuestras voces. No tenía por qué ser así, pero es. Y seguirá siendo a menos que decidamos hacer algo al respecto.
Hay que tomar la calle. Hay que seguir soñando. Con todo menos miedo.